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Hace 27 años Linares Cardozo comprendió que muy pronto se apagaría el fogón de su isla interior.
Con silbidos de lejanía le advirtió a su guitarra que era tiempo de partir, mientras sus manos se aquietaban entre un manso crepúsculo, como se aquietan las colinas festivas cuando el invierno de la vida silencia la voz del padre.

Sus ojos habían descubierto la gracia del sauce a orillas del Cabayú Cuatiá, el 29 de octubre de 1920, y muy pronto las brisas costeras del Paraná, en La Paz, le indicaron la necesidad de la flor creadora que, en brazos de una chamarrita niña, perfuma de sol las horas sencillas del pago de uno.
Como profesor en Filosofía y Ciencias de la Educación, en su rol de acuarelista iluminado recuperando para la eternidad los colores del litoral, o en su original oficio de trabajar la palabra y encender canciones, tropeando luceros de la madrugada, Rubén Manuel Martínez Solís supo que el amado pueblo entrerriano necesitaba su compromiso de maestro, para proclamar en la tierra de Pancho Ramírez una lanza jubilosa, con raíz y fundamento.
Y así anduvo por las auroras de la comarca verde, escuchando los rumores vecinos y alentando los grillos del monte, mientras la “Canción de cuna costera” o su “Peoncito de estancia”, se abrigaban con un ponchito de amor en los ranchos pobres, para volver en coros de zorzales libres a cada rincón de la patria, celebrando la ternura que prolonga el primer latido de la humanidad.
Los escenarios más lejanos del canto popular aplaudieron su impronta, al tiempo que jardineritos vestidos de blanca inocencia largaron al viento sus nanas motivadoras, con los rescates de mitos y leyendas que alimenta el espíritu de la comarca.
En Paraná, el 16 de febrero de 1996, un silencio de siglos se apoderó de las almas, y una simpleza de río buscó refugio en las profundidades del corazón provinciano, para llorar el vuelo lastimado.
Nosotros, oscuros poetas de lo cotidiano, sentimos el temblor de la tacuarita azul, sorprendida de espinas en diminuto sueño.

Advertimos entre la fronda tenue la melancolía del crespín y la tristeza blanca de la torcaz lapaceña, que regresaba al solar querido; al nido encantado de la felicidad.
Los amigos, en la intimidad, pusieron un timbó playero para cubrir la humildad del hombre y la grandeza del canto.
Los lejanos y extraños, desde los cuatro puntos cardinales de la pena, florecimos una lágrima, e inauguramos una estrella, donde mirarnos mañana y siempre.